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Amorrortu Editores. 2006
Introducción
Una joven mujer tiene en vilo a Francia con el relato de una
agresión imaginaria; muchachas adolescentes se niegan a quitarse el velo
en la escuela; la seguridad social está en déficit; en los textos para
el examen final de bachillerato, Racine y Corneille son destronados por
Montesquieu, Voltaire y Baudelaire; manifestaciones de asalariados
reclaman el mantenimiento de sus sistemas jubilatorios; un selecto
centro universitario instala una agencia de colocaciones paralela; se
expanden la telerrealidad, el casamiento entre homosexuales y la
procreación artificial. Sería inútil proponerse averiguar qué tienen en
común sucesos de carácter tan disímil. En un libro tras otro, en un
artículo tras otro, en un programa de radio o televisión tras otro, cien
filósofos o sociólogos, politólogos o psicoanalistas, periodistas o
escritores, nos han dado su respuesta. Al decir de ellos, todos esos
síntomas traducen una misma enfermedad, todos esos efectos tienen una
sola causa. Esta causa se llama democracia, es decir, el reinado de los
deseos ilimitados de los individuos en la sociedad de masas moderna. Es
preciso advertir lo que otorga a esta denuncia un carácter singular.
Ciertamente, el odio a la democracia no es una novedad. Es tan viejo
como la democracia misma, y ello, por una simple razón: la propia
palabra constituye una expresión de odio. Fue primero un insulto
inventado en la Grecia antigua por quienes veían en el innombrable
gobierno de la multitud la destrucción de cualquier orden legítimo.
Resultó sinónimo de abominación para todos cuantos pensaban que el poder
correspondía por derecho a quienes se hallaban destinados a él por su
nacimiento o a quienes eran convocados a él por sus capacidades. Lo es
aún hoy para quienes entienden que la ley divina revelada es el único
fundamento legítimo en la organización de las comunidades humanas. Sin
la menor duda, la violencia de este odio tiene actualidad. Pero no es
ella el objeto de este libro, y por una simple razón: no tengo nada en
común con quienes la profieren y, en consecuencia, nada tengo que
discutir con ellos.
Junto a este odio a la democracia, la historia ha conocido las
formas de su crítica. La crítica hace justicia a una existencia, pero
para asignarle sus límites. La crítica de la democracia ha tenido dos
grandes formas históricas. Legisladores aristócratas e ilustrados
manejaron el arte de transigir con la democracia tenida por un hecho
incontrovertible. La redacción de la Constitución de Estados Unidos es
el ejemplo clásico de este trabajo de conciliación de fuerzas y
equilibrio de mecanismos institucionales destinado a obtener del hecho
democrático lo mejor que podía dar de sí, pero circunscribiéndolo con
rigor a fin de preservar dos bienes considerados sinónimos: el gobierno
de los mejores y la defensa del orden propietario. El éxito de esta
crítica en acto alimentó, como es lógico, el de la opuesta. Al joven
Marx no le dio el menor trabajo descubrir el reinado de la propiedad en
el fundamento de la constitución republicana: los legisladores
republicanos no habían hecho nada misterioso al respecto. Pero supo
fijar un estándar depensamiento que no se ha agotado aún: las leyes e
instituciones de la democracia formal son las apariencias bajo las
cuales ejerce el poder la clase burguesa y son, asimismo, los
instrumentos de este ejercicio. La lucha contra esas apariencias pasó a
ser, entonces, la vía hacia una democracia «real», una democracia donde
la libertad y la igualdad no estarían ya representadas en las
instituciones de la ley y del Estado, sino que se encarnarían en las
formas de la vida material y de la experiencia sensible.
El nuevo odio a la democracia del que se ocupa este libro no
responde propiamente a ninguno de estos modelos, aunque combine
elementos de ambos. Sus portavoces habitan, todos ellos, en países que
declaran ser no sólo Estados democráticos, sino, además, simplemente
democracias. Ninguno reclama una democracia más real. Por el contrario,
todos nos dicen que ya lo es en exceso. Pero ninguno se queja de las
instituciones que pretenden encarnar el poder del pueblo ni propone
medida alguna que limite este poder.
Lo que les interesa no es la mecánica de las instituciones, que
apasionó a los contemporáneos de Montesquieu, Madison o Tocqueville. Se
quejan del pueblo y de sus costumbres, no de las instituciones de su
poder. Para ellos, la
democracia no es una forma corrupta de gobierno, sino una crisis de
la civilización que afecta a la sociedad y al Estado a través de ella.
De ahí ciertos vaivenes que a primera vista pueden parecer
sorprendentes. Los mismos críticos que denuncian una y otra vez a esa
América democrática de la que nos vendría todo el mal del respeto de las
diferencias, del derecho de las minorías y de la affirmative action que
socava nuestro universalismo republicano, son los primeros en aplaudir
cuando la misma América se lanza a expandir su democracia en el mundo
mediante la fuerza de las armas.
El doble discurso sobre la democracia no es nuevo. Ya estábamos
acostumbrados a escuchar que la democracia era el peor de los gobiernos
con excepción de todos los demás. Pero el nuevo sentimiento
antidemocrático da una versión más turbadora de la fórmula. El gobierno
democrático, nos dice, es malo cuando se deja corromper por una sociedad
democrática que quiere que todos sean iguales y que se respeten todas
las diferencias. Es bueno, en cambio, cuando individuos de la sociedad
democrática que se hallan maltrechos son instados a movilizarse para la
guerra a fin de defender valores de la civilización que son valores de
lucha entre civilizaciones. Así pues, el nuevo odio a la democracia
puede resumirse en una tesis muy simple: hay una sola democracia buena,
la que reprime la catástrofe de la civilización democrática. Las páginas
que siguen se proponen examinar la formación de esta tesis, así como
despejar sus claves. No se trata solamente de describir una forma de la
ideología contemporánea, ya que esta nos informa también sobre la
situación actual del mundo y sobre lo que se entiende en él por
política. Puede ayudarnos, de esa manera, a comprender positivamente el
escándalo que la palabra democracia implica y a redescubrir el vigor y
la contundencia de esta idea.
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